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domingo, 4 de enero de 2015

2015: ¿BROTES VERDES? NI PEREJIL, CASI




PEQUEÑA HISTORIA (OTRA)



Acodado en el extremo de la barra del “Punto y Coma”, mientras  esperaba el café, leía yo los resultados de una encuesta que desvelaba la eclosión de “Podemos”. Una extraña sensación me sobrevino con la sombra que se dibujó sobre el diario; la voz que sonó a mis espaldas confirmó el peligro.
−¿Cómo estás? –lanzó SixtoMogrollo mientras se acomodaba a mi lado sin soltar el cubata de la mano.
−Bieeen –respondí con voz poco convencida, al tiempo que, mirando en mi derredor, confirmaba mi nula escapatoria.
–Tú me caes bien; por eso hoy te voy a hacer un regalo –dijo todo serio, mientras yo no pude evitar cerrar los ojos y musitar un “hágase tu voluntad”. –Sabes del futuro Nobel de Literatura…
–¿?
–Sí hombre, te doy una pista: el único jurado del Premio Príncipe de Asturias que no es de aquí.
–¿?
–Bueno, el otro día, en el aeropuerto, se le cayeron unos papeles. Tú sabes que siempre escribe en un bloc, nada de ordenador... Pues bien, aquí tienes un relato manuscrito de… ya sabes.
–No sé… qué decir.
–No digas nada. Tú me caes bien –concluyó la “conversación”… y el cubata.



La estampa debía ser de traca: Sixto que marcha, Jose, desde el otro lado de la barra diciéndome “lo siento, no pude avisarte” y yo, abobado, mirando las hojas de bloc en mi mano, mientras se me escapa un “más oro molido”.
Ahora, os envío la copia literal de dichas hojas de origen… incierto y contenido un tanto… ¿extraño? (¡ojalá!). Leedlo despacio, porque entre líneas se esconden los mejores deseos para el año entrante: ¡FELIZ 2015!

Bot i Bolera





CON UN ADJUNTO PARA COMENZAR (BIEN) EL AÑO 2015

 



DICHOSO ADÁN…

Había dos teorías: una era que saltaban para cebarse con los mosquitos que sobrevolaban las aguas al atardecer y la otra que lo hacían para escapar de peces mayores. Sentado frente a un brazo del gran río antes de desembocar en el océano, mientras disfrutaba del espectáculo con una cerveza en la mano, mi opinión al respecto era que mitad y mitad. La misma para todas las disyuntivas desde que llegué a este territorio –hace casi un año–.
 




Madrugaba y pescaba con los lugareños, que me habían aceptado sin reticencias. Cobraba en especie. La siesta, cuando no llovía, discurría plácidamente sobre un chinchorro colgado frente a la choza donde vivía. La comida era poco variada pero rica. Otro tanto ocurría con la bebida –cerveza y ron–. Las tardes fluían tranquilas haciendo esto o lo otro, echando una mano acá o allá. Mis aptitudes para el bricolaje, fontanería en especial, eran bien aprovechadas y siempre gratificadas por la generosidad de aquellas personas: fruta, huevos, tasajo y… algún remiendo. Al anochecer era habitual participar en la tertulia de la Morocha, cantina donde se comía pastelillos de maíz y se tomaba aguardiente –en demasía, muchas veces−. 


Las jornadas de tormenta eran aprovechadas con la lectura: viejos periódicos, sobados libros e incluso singulares almanaques de remoto origen; todo material prestado y circulante.

Atrás había quedado la muerte de Sara y… lo que vino después. Aquí, superada ya la primigenia sensación de zozobra, vivía sin el miedo del fugitivo –…casi siempre−. Si no se mojó, la mayor parte de esta gente había olvidado si llovió ayer y la totalidad si lo hizo anteayer.




Los días transcurrían tranquilos preñados de una agradable monotonía, solo alterada en el ecuador de cada mes cuando llegaba el barco marino (el grande; los chicos era fluviales). Tenía mis contactos en las dependencias portuarias y me enteraba de los pasajeros que iban a desembarcar ese día. A pesar de ello, como los operados de cáncer, sufría la angustia temporal de la víspera de la revisión, que no cedía hasta que la nave zarpaba.


Aquella vez no fue diferente. Tan solo una monjita y un vecino del pueblo bajaron al muelle junto con el correo y la mercancía acostumbrada. Apoyado en un árbol esperaba la maniobra de soltar amarras. La conocía de memoria e iba adelantándome con la mente intentando acelerar cada una de las fases. En ese momento escuché cierta voz a mi espalda y mi alma se quebró como una copa de cristal frente a un la de una soprano. “Hola salado, ¿cómo estás?” Me giré hundido, como paciente ante el médico que le comunica una recidiva. Allí estaba ella, aún disfrazada de monja. Viuda, como yo, no cejaba en su empeño. Era evidente que para mí no habría escondite posible, ni salvación.



Fue en defensa propia. Aunque nadie iba a creerme cuando dijera que mi suegra me acosaba. 


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Lo dicho, que este 2015 sea un buen año,
al menos que no sea malo.
Para todos
(sincero, aunque sea repetirse).

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Las imágenes, por orden, proceden de 



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