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viernes, 8 de enero de 2016

2016: DESPUÉS DE ELECCIONES, DISCUSIONES (INFRUCTÍFERAS, DE MOMENTO)


ENCUENTRO CON UN ESCRITOR
(preámbulo de un relato)

No hace mucho, se celebraba en el Auditorio un encuentro con ciertos escritores. Se trataba de un acto de cara al público en el que cuatro parejas de periodista-escritor realizarían una serie de  entrevistas. 


Una sesión continua muy interesante por el nombre de los entrevistados (y alguno de los entrevistadores). Se adivinaban unos diálogos amables pero el cartel resultaba, para mí, muy, muy atractivo. 
La entrada era libre con control: se facilitaban invitaciones en diferentes puntos de la ciudad. Mi ausencia los días previos había motivado que careciera de ellas, por lo que la nota que recibí, diciéndome que disponía de dos invitaciones a mi nombre en la cafetería del Auditorio, me llenó de gozo.
Acudí con tiempo y el encargado del local respondió a mi solicitud entregándome un sobre y esperando frente a mí. Lo abrí pensando en algún posible admirador y encontré las invitaciones, un pliego y una pequeña nota, cuya lectura me fue encrespando el ánimo: “Aquí te dejo lo prometido. También unos folios en exclusiva: vas a admirar al autor esta tarde. No me des las gracias, sabes el cariño que te profeso. Ah, por cierto, he indicado en la cafetería que liquidarías una consumición que dejé sin abonar; si no te importa… ¡Que disfrutes! Un afectuoso saludo de Sixto Mogrollo”.
     Resoplé, levanté la vista y, apenas abrí la boca, el barman, que había seguido el proceso desde su puesto, mostró un tique y dijo: “dos cubatas y unos pinchos, total…”  
      Ahora os envío la transcripción del escrito de marras, un poco…, un tanto…, no sé. Bueno, lo fundamental es que este año que comenzamos venga preñado de cosas buenas, en serio, las necesitamos. ¡FELIZ 2016!
Un abrazo de
Bot i Bolera




NADIE ES PERFECTO
(relato con saxo)

“Me ha acaecido un suceso que ha trastornado mi vida.
Un abrazo,
Iván”
     
Y por el anverso de la postal, con matasellos de París, podía verse una obra de una exposición del Museo Quai Branly.

Cualquiera que no conociera a Iván Requejo podría pensar que le había tocado la lotería o que se había casado con una bailarina a la salida de un cabaret. Yo sabía que, en ese caso, tal no habría sido su estilo de comunicarse, al menos conmigo; igual que no osaría enviarme una postal de la Torre Eiffel o del Arco de Triunfo.
      A los pocos días me llamó. No explicó mucho del viaje, no mencionó el suceso y yo, experimentado en esas lides, nada pregunté. Al final sembró esperanza: “Tenemos que hablar”. Quedamos en vernos en León. Así fue. Tras un par de chatos, encontramos un buen confesionario en el fondo de un bar del Húmedo. Esto fue lo que escuché:


Cuanto más me adentraba por los pasillos me tropezaba con menos gente, lo cual resultaba extraño un martes a las seis y media de la tarde. Pensé si me habría extraviado, pero deseché la idea por motivos estadísticos: nunca me había perdido realizando un transbordo entre líneas de metro; claro, que ésta podría ser la primera vez. Una cosa distrajo mi mente de la anterior disquisición: primero oí una música lejana y después distinguí que no era un sonido cualquiera, se trataba de un saxofón.

Mi extrañeza fue diluyéndose en el aire de aquellas galerías conforme iba creciendo el volumen de la melodía. Había abandonado ya mi ruta para poner mis pies al servicio de mi oído. Antes de atisbar la fuente musical reconocí la canción: Without You. Al doblar una esquina las vi, primero su sombra y luego a ella.
 Era muy esbelta y se movía muy bien con el ritmo, tal vez con un poco de exceso de swing. No destacaba por sus caderas sino por su espalda, debía hacer deporte, natación quizás. Senos breves y nalgas concentradas se adivinaban bajo una camisa estampada, sujeta con un cinturón y con los faldones cayendo sobre unos leggins. El marrón destacaba en el chaleco desabrochado y en los extremos de su cuerpo: las botas y una gorra, que dejaba escapar un mechón de cabello rubio.
Eché unas monedas en la caja del instrumento, abierta en el suelo, y me apoyé en el muro de enfrente. Me lo agradeció con un pequeño gesto sin dejar de tocar. Al poco dio por finalizada la pieza y, por lo visto, la sesión. Me vio la cara de desencanto y, sin dejar de recoger sus cosas, me preguntó si me había gustado, le respondí que mucho y agregué unas frases sobre mi afición por el saxo. Había algo en ella que me atraía, no quería que se marchara así, sin más. Camille (así rezaba la credencial, como pude apreciar después) me señaló las cuartillas que casi forraban las paredes de los pasillos del metro: “CGT RATP / Hoy … a las … / Preaviso de huelga / Asamblea de maquinistas de ….”, al tiempo que me decía que se había precipitado la huelga para esa misma tarde y que había que salir antes de que comenzaran a cerrar accesos.
Empecé por preguntarle por aquel trabajo, de forma que resultó natural que camináramos juntos hacia la calle mientras me explicaba: “He aprobado un concurso de la Compañía del Metro“, dijo, al tiempo que me enseñaba la tarjeta de acreditación que llevaba pinzada al chaleco; y continuó “no es fácil, porque hay mucha competencia, sabes, y el nivel es alto. Yo estudié en la Escuela de Música”. Animado por el tuteo, quise saber si se ganaba bien la vida así. Me dijo que no, que tenía que hacer bolos en alguna banda, fiestas familiares, y… tocar en la calle.
      De resultas de alguna pregunta mía, en poco tiempo y como una metralleta, me habló del arte (su gran debilidad), de la música (su pasión), del ser humano (máximo exponente de la vida y en estado involutivo-degenerativo), de la persona (ente en peligro de extinción), de la libertad (cualidad inherente a la persona pero convertida en una quimera), del sexo (desarrollo de una parcela de la libertad total, último refugio de los perseguidos), de la vida (una aventura), del mundo (un estercolero), del desarrollo sostenible (una utopía), del Norte-Sur (escisión del mundo habitado),… Todo ello con escasas intervenciones mías, apenas algún vocablo suelto aseverando o interrogando, casi siempre con el ánimo de provocar.

Extasiado por las ideas de Camille, y su forma de exponerlas, no me percaté de que ya habíamos alcanzado la superficie exterior y, siguiendo de cerca el tono grave de su voz, recorrido varias manzanas. 





El encanto se rompió cuando me preguntó dónde vivía. “En el XVII”, le respondí algo sorprendido. “Bien, ha sido un placer, mucho gusto en conocerte. Te dejo aquí”. Me dio dos besos y con un “hasta la vista” saltó como una gacela a la plataforma de un autobús con su equipaje al hombro. Todo fue tan rápido que tardé un tanto en situarme, geográfica y mentalmente, y bastante más en digerir lo acaecido. Es increíble lo mucho que pudimos (que pudo) charlar en tan poco tiempo. Lo cierto es que el lapso no fue reducido, pero la intensidad y el interés hicieron muy corta la conversación.


Al día siguiente tenía pensado visitar un museo y quería conocer determinado parque, pero lo cierto es que regresé donde estuve la víspera. La huelga de metro mantenía cerradas muchas entradas y el resto estaban practicables solo en las horas de servicios mínimos. La solución fue recorrer muchos kilómetros en esos momentos. Nada. Pregunté a los empleados y… sobra repetir los comentarios. Después pateé un par de barrios por si acaso. 

El jueves, después de acelerar una visita concertada, volví a repetir la experiencia con similar resultado. Más tarde deambulaba yo por las riberas del canal San Martín. Buscando distenderme, caminaba despacio con las manos a la espalda observando el entorno y escudriñando a la gente. Unos jubilados que tomaban el sol, una pareja que discutía en torno a un plano, unos niños que jugaban pisando las hojas (ésta cruje, ésta no),… 


En un momento dado levanté la vista y mi tranquilo errar se vio alterado por un grupo de curiosos que, estacionados sobre un puentecillo, seguía el movimiento de esclusas para permitir la navegación de una pequeña embarcación. Resultaba chocante, cuando menos, esa operación en medio de una gran ciudad. Cuando el barco pudo continuar su trayecto sonaron los últimos clics, la concentración fue disolviéndose y yo decidí reanudar mi paseo. 

Fue entonces cuando escuché el sonido de un saxo. Confieso que me sobresaltó. Me giré, busqué con la mirada y una mezcla de temor y deseo me embargó. Ante mí se presentaba un pequeño parque que ascendía desde la calle, por un suave talud, hasta la cima de una pequeña loma. Allí, en lo alto, junto a un kiosco, un saxofón desgranaba las notas de I Will Always Love You. Conforme me acercaba pude apreciar que la romántica melodía era atendida por bastantes personas que, ya sentadas en el césped, ya discurriendo por los senderos que confluían en el templete, poblaban el lugar.


Al pie de aquél distinguí la figura del músico: un muchacho alto, delgado, rubio, vestido con un conjunto vaquero… ¡Qué desilusión! Marché, a pesar de la calidad de la interpretación.




El viernes tenía una cita en el Museo de Orsay, una exposición temporal sobre el desnudo en el hombre; amén de saludar a los Impresionistas en su nueva ubicación. Resultó una estupenda visita: salí cargado de buenas energías, animoso total. 
Al abandonar la antigua estación ferroviaria, pensando dónde tomar un bocado, oí música de jazz, jazz en vivo en la explanada de la puerta principal. Una pequeña banda, donde lo más inusitado no era la existencia de una batería, sino de un piano: ¡genial! (al parecer se desplazaban con un furgón habilitado para la carga y descarga cómoda de tamaños artefactos).

La siguiente sorpresa fue que reconocí al muchacho de la víspera atacando el saxo. Me pareció una situación simpática, me aproximé al grupo y me senté en el bordillo de la calle peatonal. Al principio, la forma de tocar del saxofonista me recordó mucho a la de Camille, después, empecé a encontrar un gran parecido físico entre ambos, semejaban mellizos. Pero, cuando, al verme, me saludó con un guiño, mi corazón dio un brinco, un salto al vacío. 
Se materializaba un anhelo pero de una forma sorprendente, totalmente insospechada. Por un instante quedé como un gólem. Fui reaccionando despacio, procurando que mi aspecto no delatara la tremenda conmoción de mis sensaciones. La música, con su swing, colaboraba positivamente. Menos mal que no necesitaba hablar: me hubiera sido difícil articular cuatro vocablos coherentes.


Apenas acabaron el tema, y sin tiempo para agradecer los aplausos, una jovencita brincó sobre el saxofonista dándole un beso que, de entrada, pudo parecer robado pero, al final, definiríamos como consentido. En ese momento, todavía en trance de digerir la vicisitud, debo confesarlo, me sentí celoso. La sesión continuó, si se tiene en cuenta el escenario, con una más que aceptable interpretación repleta de buen fraseo y muy equilibrada de solos. Y valiente, encadenando tramos de sonido clásico con free jazz. Yo me encontraba cada vez más a gusto y se me pasó sin molestia la hora del almuerzo. La congregación había ido creciendo; cuando llegó el final el aplauso fue muy sonoro. Los integrantes de la orquesta se reunieron un momento. Esperé que acabaran el petit comité, me acerqué y saludé. Los felicité con frases habituales pero muy sentidas; después me dirigí a Camille: “¿Conoces algún sitio cerca donde nos den algo de comer a estas horas?”. Me miró, sonrió, recogió el instrumento, volvió a mirarme y, por fin, habló: “Hay un bistrot en la calle de la Universidad donde quizás puedan mitigar mi apetito; el tuyo no sé”. “Seguro que sí –me apresuré a contestar–; estupendo”.


La merienda, cena o lo que fuese, se prolongó hasta el anochecer y la conversación discurrió por rutas muy gratas, algunas divertidas, otras más serias, pero todas amenas e inteligentes. Hablamos de lo divino y de lo humano, de todo… con una excepción: aquello que Camille esperaba que yo le preguntara y que Iván Requejo, por principios, no iba a preguntar –a pesar de la inmensa curiosidad–. Bien, fue una magnífica velada.

Iván Requejo me había trasladado, incrementada, su inmensa curiosidad y yo, a estas alturas, carecía ya de sus principios, por lo que no me corté: “¿Te lo contó?, ¿cómo acabó la noche?”. “Fue una magnífica velada –repitió–, bien pudo acabar con la frase final de una gran comedia de Billy Wilder”. No tuve dudas que se refería al diálogo de Jack Lemmon  y Joe E. Brown en una lancha que se alejaba.



A todos
mis mejores deseos
para 2016


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