ENCUENTRO CON UN ESCRITOR
(preámbulo de un relato)
(preámbulo de un relato)
No hace mucho, se
celebraba en el Auditorio un encuentro con ciertos escritores. Se trataba de un
acto de cara al público en el que cuatro parejas de periodista-escritor
realizarían una serie de entrevistas.
Una sesión continua muy interesante por el nombre de los entrevistados (y
alguno de los entrevistadores). Se adivinaban unos diálogos amables pero el
cartel resultaba, para mí, muy, muy atractivo.
La entrada era libre con
control: se facilitaban invitaciones en diferentes puntos de la ciudad. Mi ausencia
los días previos había motivado que careciera de ellas, por lo que la nota que
recibí, diciéndome que disponía de dos invitaciones a mi nombre en la cafetería
del Auditorio, me llenó de gozo.
Acudí con tiempo y el
encargado del local respondió a mi solicitud entregándome un sobre y esperando
frente a mí. Lo abrí pensando en algún posible admirador y encontré las
invitaciones, un pliego y una pequeña nota, cuya lectura me fue encrespando el
ánimo: “Aquí te dejo lo prometido. También unos folios en exclusiva: vas a
admirar al autor esta tarde. No me des las gracias, sabes el cariño que te
profeso. Ah, por cierto, he indicado en la cafetería que liquidarías una
consumición que dejé sin abonar; si no te importa… ¡Que disfrutes! Un afectuoso
saludo de Sixto Mogrollo”.
Resoplé, levanté la vista
y, apenas abrí la boca, el barman, que había seguido el proceso desde su puesto,
mostró un tique y dijo: “dos cubatas y unos pinchos, total…”
Ahora os envío la transcripción
del escrito de marras, un poco…, un tanto…, no sé. Bueno, lo fundamental es que
este año que comenzamos venga preñado de cosas buenas, en serio, las
necesitamos. ¡FELIZ 2016!
Un abrazo de
Bot i Bolera
NADIE ES PERFECTO
(relato con saxo)
(relato con saxo)
“Me ha acaecido un suceso
que ha trastornado mi vida.
Un abrazo,
Iván”
Y por el anverso de la postal, con matasellos de París, podía verse una obra de una exposición del Museo Quai Branly.
Cualquiera que
no conociera a Iván Requejo podría pensar que le había tocado la lotería o que
se había casado con una bailarina a la salida de un cabaret. Yo sabía que, en
ese caso, tal no habría sido su estilo de comunicarse, al menos conmigo; igual
que no osaría enviarme una postal de la Torre Eiffel o del Arco de Triunfo.
A los pocos días me llamó. No explicó
mucho del viaje, no mencionó el suceso y yo, experimentado en esas lides, nada
pregunté. Al final sembró esperanza: “Tenemos que hablar”. Quedamos en vernos
en León. Así fue. Tras un par de chatos, encontramos un buen confesionario en
el fondo de un bar del Húmedo. Esto fue lo que escuché:
Cuanto
más me adentraba por los pasillos me tropezaba con menos gente, lo cual
resultaba extraño un martes a las seis y media de la tarde. Pensé si me habría
extraviado, pero deseché la idea por motivos estadísticos: nunca me había
perdido realizando un transbordo entre líneas de metro; claro, que ésta podría
ser la primera vez. Una cosa distrajo mi mente de la anterior disquisición:
primero oí una música lejana y después distinguí que no era un sonido
cualquiera, se trataba de un saxofón.
Mi
extrañeza fue diluyéndose en el aire de aquellas galerías conforme iba
creciendo el volumen de la melodía. Había abandonado ya mi ruta para poner mis
pies al servicio de mi oído. Antes de atisbar la fuente musical reconocí la
canción: Without You. Al doblar una esquina las vi, primero su sombra
y luego a ella.
Era muy esbelta
y se movía muy bien con el ritmo, tal vez con un poco de exceso de swing. No destacaba por sus caderas sino
por su espalda, debía hacer deporte, natación quizás. Senos breves y nalgas
concentradas se adivinaban bajo una camisa estampada, sujeta con un cinturón y
con los faldones cayendo sobre unos leggins.
El marrón destacaba en el chaleco desabrochado y en los extremos de su cuerpo: las
botas y una gorra, que dejaba escapar un mechón de cabello rubio.
Eché unas
monedas en la caja del instrumento, abierta en el suelo, y me apoyé en el muro
de enfrente. Me lo agradeció con un pequeño gesto sin dejar de tocar. Al poco
dio por finalizada la pieza y, por lo visto, la sesión. Me vio la cara de
desencanto y, sin dejar de recoger sus cosas, me preguntó si me había gustado,
le respondí que mucho y agregué unas frases sobre mi afición por el saxo. Había
algo en ella que me atraía, no quería que se marchara así, sin más. Camille
(así rezaba la credencial, como pude apreciar después) me señaló las cuartillas
que casi forraban las paredes de los pasillos del metro: “CGT RATP / Hoy … a
las … / Preaviso de huelga / Asamblea de maquinistas de ….”, al tiempo que me
decía que se había precipitado la huelga para esa misma tarde y que había que
salir antes de que comenzaran a cerrar accesos.
Empecé por
preguntarle por aquel trabajo, de forma que resultó natural que camináramos
juntos hacia la calle mientras me explicaba: “He aprobado un concurso de la
Compañía del Metro“, dijo, al tiempo que me enseñaba la tarjeta de acreditación
que llevaba pinzada al chaleco; y continuó “no es fácil, porque hay mucha
competencia, sabes, y el nivel es alto. Yo estudié en la Escuela de Música”.
Animado por el tuteo, quise saber si se ganaba bien la vida así. Me dijo que
no, que tenía que hacer bolos en alguna banda, fiestas familiares, y… tocar en la
calle.
De resultas de alguna pregunta mía, en
poco tiempo y como una metralleta, me habló del arte (su gran debilidad), de la
música (su pasión), del ser humano (máximo exponente de la vida y en estado involutivo-degenerativo),
de la persona (ente en peligro de extinción), de la libertad (cualidad
inherente a la persona pero convertida en una quimera), del sexo (desarrollo de
una parcela de la libertad total, último refugio de los perseguidos), de la
vida (una aventura), del mundo (un estercolero), del desarrollo sostenible (una
utopía), del Norte-Sur (escisión del mundo habitado),… Todo ello con escasas
intervenciones mías, apenas algún vocablo suelto aseverando o interrogando, casi
siempre con el ánimo de provocar.
Extasiado por las ideas de Camille, y su forma de exponerlas, no me percaté de que ya habíamos alcanzado la superficie exterior y, siguiendo de cerca el tono grave de su voz, recorrido varias manzanas.
El encanto se rompió cuando me preguntó
dónde vivía. “En el XVII”, le respondí algo sorprendido. “Bien, ha sido un
placer, mucho gusto en conocerte. Te dejo aquí”. Me dio dos besos y con un “hasta
la vista” saltó como una gacela a la plataforma de un autobús con su equipaje
al hombro. Todo fue tan rápido que tardé un tanto en situarme, geográfica y
mentalmente, y bastante más en digerir lo acaecido. Es increíble lo mucho que
pudimos (que pudo) charlar en tan poco tiempo. Lo cierto es que el lapso no fue
reducido, pero la intensidad y el interés hicieron muy corta la conversación.
El
jueves, después de acelerar una visita concertada, volví a repetir la
experiencia con similar resultado. Más tarde deambulaba yo por las riberas del
canal San Martín. Buscando distenderme, caminaba despacio con las manos a la
espalda observando el entorno y escudriñando a la gente. Unos jubilados que
tomaban el sol, una pareja que discutía en torno a un plano, unos niños que
jugaban pisando las hojas (ésta cruje, ésta no),…
En
un momento dado levanté la vista y mi tranquilo errar se vio alterado por un
grupo de curiosos que, estacionados sobre un puentecillo, seguía el movimiento
de esclusas para permitir la navegación de una pequeña embarcación. Resultaba
chocante, cuando menos, esa operación en medio de una gran ciudad. Cuando el
barco pudo continuar su trayecto sonaron los últimos clics, la concentración
fue disolviéndose y yo decidí reanudar mi paseo.
Fue entonces
cuando escuché el sonido de un saxo. Confieso que me sobresaltó. Me giré,
busqué con la mirada y una mezcla de temor y deseo me embargó. Ante mí se
presentaba un pequeño parque que ascendía desde la calle, por un suave talud,
hasta la cima de una pequeña loma. Allí, en lo alto, junto a un kiosco, un
saxofón desgranaba las notas de I Will
Always Love You. Conforme me acercaba pude apreciar que la romántica
melodía era atendida por bastantes personas que, ya sentadas en el césped, ya
discurriendo por los senderos que confluían en el templete, poblaban el lugar.
El
viernes tenía una cita en el Museo de Orsay, una exposición temporal sobre el
desnudo en el hombre; amén de saludar a los Impresionistas en su nueva
ubicación. Resultó una estupenda visita: salí cargado de buenas energías,
animoso total.
Al
abandonar la antigua estación ferroviaria, pensando dónde tomar un bocado, oí
música de jazz, jazz en vivo en la explanada de la puerta principal. Una
pequeña banda, donde lo más inusitado no era la existencia de una batería, sino
de un piano: ¡genial! (al parecer se desplazaban con un furgón habilitado para
la carga y descarga cómoda de tamaños artefactos).
La siguiente
sorpresa fue que reconocí al muchacho de la víspera atacando el saxo. Me pareció
una situación simpática, me aproximé al grupo y me senté en el bordillo de la
calle peatonal. Al principio, la forma de tocar del saxofonista me recordó mucho
a la de Camille, después, empecé a encontrar un gran parecido físico entre
ambos, semejaban mellizos. Pero, cuando, al verme, me saludó con un guiño, mi corazón
dio un brinco, un salto al vacío.
Apenas
acabaron el tema, y sin tiempo para agradecer los aplausos, una jovencita
brincó sobre el saxofonista dándole un beso que, de entrada, pudo parecer
robado pero, al final, definiríamos como consentido. En ese momento, todavía en
trance de digerir la vicisitud, debo confesarlo, me sentí celoso. La sesión
continuó, si se tiene en cuenta el escenario, con una más que aceptable
interpretación repleta de buen fraseo y muy equilibrada de solos. Y valiente,
encadenando tramos de sonido clásico con free
jazz. Yo me encontraba cada vez más a gusto y se me pasó sin molestia la
hora del almuerzo. La congregación había ido creciendo; cuando llegó el final el
aplauso fue muy sonoro. Los integrantes de la orquesta se reunieron un momento.
Esperé que acabaran el petit comité,
me acerqué y saludé. Los felicité con frases habituales pero muy sentidas;
después me dirigí a Camille: “¿Conoces algún sitio cerca donde nos den algo de
comer a estas horas?”. Me miró, sonrió, recogió el instrumento, volvió a
mirarme y, por fin, habló: “Hay un bistrot
en la calle de la Universidad donde quizás puedan mitigar mi apetito; el tuyo
no sé”. “Seguro que sí –me apresuré a contestar–; estupendo”.
La merienda,
cena o lo que fuese, se prolongó hasta el anochecer y la conversación discurrió
por rutas muy gratas, algunas divertidas, otras más serias, pero todas amenas e
inteligentes. Hablamos de lo divino y de lo humano, de todo… con una excepción:
aquello que Camille esperaba que yo le preguntara y que Iván Requejo, por
principios, no iba a preguntar –a pesar de la inmensa curiosidad–. Bien, fue
una magnífica velada.
Iván Requejo me
había trasladado, incrementada, su inmensa curiosidad y yo, a estas alturas,
carecía ya de sus principios, por lo que no me corté: “¿Te lo contó?, ¿cómo
acabó la noche?”. “Fue una magnífica velada –repitió–, bien pudo acabar con la
frase final de una gran comedia de Billy Wilder”. No tuve dudas que se refería
al diálogo de Jack Lemmon y Joe E. Brown
en una lancha que se alejaba.
A todos
mis mejores deseos
para 2016
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